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28/11/07

ARRIBA Y ABAJO

He advertido que, por lo general, existe una percepción errónea del servicio público. Por arriba y por abajo.
Los que están arriba, los administradores, piensan y se sienten por encima de los administrados; ellos formulan soluciones a su mal o buen criterio y los demás, en cualquier caso, debemos acatarlas. Aunque sean próximas al disparate. Pues bien, esta es una fórmula muy próxima a la tiranía.
Pero, entretanto, los de a pie, o sea, los de abajo, tenemos el vicio de aceptar esos atropellos en el convencimiento ciego de que provienen de instancias casi divinas. Y a esto se le llama pleitesía o servilismo.
A mi juicio ya va siendo hora de enmendar este asunto. Les apunto un nuevo concepto, sin duda más acorde con un sistema democrático idóneamente interpretado. Nosotros, los de a pie, tenemos la manija, damos votos pero exigimos que sean minuciosamente utilizados. Y ellos, los administradores, del primero al último, no son divinidades sino empleados nuestros, ejecutores de nuestros deseos y no incomodadores caprichosos de nuestra vida diaria.
Este, y no otro, es el primer precepto de obligado cumplimiento para estrechar a los unos y a los otros, para evitar políticas verticales, y también, para salvar un distanciamiento que sería altamente peligroso.

LA MALA EDUCACIÓN

Hoy les comentaré alguna cosa sobre la educación. No de la buena o de la mala, que ese es otro asunto inquietante, sino de la regulación que alguien, probablemente discapacitado para la función pública, ha articulado para orquestar la educación de nuestros hijos.
En la manía enfermiza de regular sobre las decisiones más domésticas, nuestros responsables -o irresponsables- de la parcela educativa, han propiciado un sistema, o más bien engendro, por el cual se arrogan la elección del centro dónde deben educarse nuestros hijos.
La intención inicial no es criticable, en absoluto, eso de procurar un espacio común e igualitario en el campo de la enseñanza. Pero luego, como suele pasar, las buenas intenciones se transforman en pésimas ejecuciones.
A tal efecto, el resultado es hondamente deplorable. A aquellos a los que la educación de sus hijos siempre les importó un rábano, han encontrado una versión gratuita para reconfortar su dejadez. Por otra parte, los que van sobrados, los muy pudientes, no tienen inconveniente alguno en pagar los mejores colegios para sus hijos, sin despeinarse. Mientras, los que han ideado el plan educativo, casual y milagrosamente, encuentran huecos en los colegios más convenientes. Pero nosotros, el resto, los de a pie, los que estimamos primordial la educación de nuestros hijos y estamos dispuestos a sacrificios por conseguirla, estamos obligados a enrolar a nuestros hijos en centros educativos que no estimamos acordes con nuestras aspiraciones. Y no reclamen, ni llamen, que no sirve de nada.
De este modo, sólo si es usted un buen falsificador de datos, o un intrigante de las oficinas públicas, o un adinerado, o un “ex” de cualquier cosa -toxicómano, convicto, etc.-, conseguirá la prerrogativa de educar a sus hijos según sus gustos o, al menos, en un centro medianamente potable.