El abuelo de un buen amigo de la infancia creó una
cooperativa de aceite en un pueblo sevillano. La finalidad no era otra que unir
esfuerzos para vender al mejor precio posible la producción aceitera de la
zona. Recuerdo que aquel hombre pertenecía a la extinta raza de personas con
valores y principios y que su único interés era el beneficio de los suyos.
El abuelo de mi amigo
tuvo la insuficiente habilidad de conseguir que un empresario catalán les
comprara toda la producción a razón de seis pesetas el litro, casi el doble de
lo que percibían hasta entonces. No era demasiado pero sí un paso adelante que
desbarataba el más rígido estatismo comercial.
Su nieto, mi amigo, le propuso cambiar la operativa,
crear una marca y envasar ellos mismos el magnífico aceite de la cooperativa.
El abuelo le contestaba siempre con idéntico soniquete: "Nosotros curtimos
la piel, deja que otros hagan los zapatos".
El padre de mi amigo heredó la responsabilidad de la
cooperativa y continuó la política tradicional; tan simple como rascar cada año
alguna peseta más. También heredó el soniquete del abuelo para contestar a las
atrevidas propuestas de mi amigo: "Como decía tu abuelo, nosotros curtimos
la piel y otros hacen los zapatos". No había manera de arrancarle una sola
concesión, aunque fuera experimental.
La desproporción de los beneficios seguía siendo
manifiesta. Los cooperativistas sevillanos mimaban el olivar, recogían la
aceituna y la seleccionaban, molturaban las olivas y enviaban a tierras de
San Jordi garrafas de su oro líquido a cambio de poco más de doce pesetas por
litro. Por su parte, el astuto empresario catalán se limitaba a embotellar el
aceite, le añadía su propia etiqueta con el distintivo "aceite
catalán" y lo vendía a 175 pesetas la botella.
Hace ya bastantes años que mi amigo heredó la
dirección del asunto. En la sombra, él había seguido depurando sus ideas
descabelladas y, cuando tomó posesión, llevaba bajo el brazo todos los
pormenores del cambio. Sin ayuda oficial alguna -por alguna secreta razón las
autoridades blindaban aquella anacrónica situación de vasallaje-, todos los
cooperativistas se hipotecaron hasta las cejas para desarrollar marcas propias,
levantar un tren de embotellado y generar una ambiciosa red comercial. Y así lo
hicieron hasta constituirse como una empresa próspera, innovadora y ejemplar
que reemplazó el pertinaz soniquete familiar por "yo me lo guiso y yo me
lo como".
He recuperado el
recuerdo de mi avispado amigo porque, hace algunos días, aparecieron en los
informativos los descendientes de aquel empresario catalán en un acto
independentista, despotricando de Andalucía y pregonando sin ningún pudor que
España les está robando.