Imagen cabecera

Imagen cabecera

Novelas

 EL AÑO EN QUE PARÓ EL TIEMPO (Planeta 1995) 

Héctor Sinfónico acudía diariamente a misa de siete para adornar la celebración con fondos de mandolina. Apenas sonar el primer toque de campana ya estaba junto al altar afinando el instrumento, manipulando las clavijas con dejes de sabiduría y sentimiento, saboreando cada sonido con la mirada perdida en el infinito. Emerencio Sacristán le arrimaba un vasillo de vino para que humedeciera la inspiración y el músico lo consumía a buchitos, sin apartarse del desvanecimiento artístico, y luego continuaba precisando las notas sin parar de recorrer su particular laberinto de melodiosas nubes.
La discutible pericia armónica de Héctor Sinfónico fue de eclosión tardía, pues anduvo media vida preguntándose qué le hacía verse diferente a cuantos le rodeaban, detectar lo desapercibido, sentir el mundo como un turbión de detalles, gozar acariciando la piel de un bebé o quebrantando una hoja seca, poseer aquel torbellino de sensibilidades extrañas por desacostumbradas. Anduvo desorientado hasta que, curioseando en el desván, encontró la mandolina atrapada entre telarañas y arrancó por accidente de sus cedidas cuerdas los primeros sonidos desafinados. Luego se encerró con la mandolina en una cueva a media montaña y se prometió no regresar sin que los ruidos se hicieran música. Héctor Sinfónico estuvo meses analizando y combinando estridencias, ajeno a las idas y venidas del sol y la luna, procurando transmitir a la mandolina el extraño sentir que le brotaba de adentro, pero hasta los pájaros callaban y escapaban presurosos del martirio. Hasta que meses más tarde, una buena mañana, se quedaron los pájaros y comenzaron a trinar desde los árboles como agradados, acostumbrados o llanamente resignados a las melodías de Héctor Sinfónico. Sólo entonces regresó a La Sagra y hacía música por las esquinas, en bodas y bautizos, en fiestas y celebraciones, y Padre Dionisio le llamó para que se ganara el pan alegrando con sus notas la misa de siete.
Padre Dionisio salió de la sacristía como Lázaro del sepulcro, con el recogimiento y la palidez del recién resucitado, y fue recibido por un solemne arpegio de mandolina. Avanzaba con pasos cortos y suaves ‑más que pies parecían ruedas‑, recogiendo las manos sobre la frente con tal fastuosidad que el orondo monaguillo que le seguía hacía ímprobos esfuerzos por contener la hilaridad. Padre Dionisio ojeó el rebaño desde el altar, memorizando cuantas ovejas habían tomado el sendero equivocado, la existencia de algún carnero que otro y cómo aquella corderita de la tercera fila había sido esquilada a conciencia hasta quedar preñada.
- Amados hermanos. Henos aquí congregados para llamar a presente la pasión de Nuestro Señor y trasferirle infinita gratitud por eximir las máculas de nuestras omisiones existenciales. Reflexionemos sobre todo ello.Nadie reflexionó sobre nada que nadie comprendía palabra, se limitaron a responder por mera cortesía con un barrunto ininteligible. Luego se hizo en el templo un denso y respetuoso silencio, alterado sólo por retortijones fragorosos en algún lugar de las primeras bancas que eran respondidos puntualmente por quebradas notas de mandolina.





 TEORÍA SOBRE LOS JEREZANOS Y SUS DUENDES (Almuzara 2007) 

Caballero Bonald, uno de nuestros jerezanos más ilustres, eligió la sentencia "somos en tiempo que nos queda" como título de su colección poética, lo que quizás sea un aviso de esa irremediable mirada hacia el final que preside el último tercio de nuestras vidas. Pero yo, que también comienzo a vislumbrar el final más cercano que el principio, y creyendo ajustarme a la más íntima filosofía vital del escritor jerezano, apuesto mejor por el lema "somos lo que bebemos", lo que además, en Jerez de la Frontera, es particularmente indiscutible.
Y es que, puestos a pensar, resulta un descubrimiento sorprendente que la ingestión desigualmente moderada de vino haya sido el cauce constante de nuestras principales emociones y, si me apuran, de todos los pasajes de nuestra vida que han sobrepasado lo ordinario. Basta con hacer un simple recuento retrospectivo de las experiencias de cada uno.
De modo que voy a permitirme un acto de liviana desobediencia hacia esa súbita manía gubernamental por las prohibiciones, hacia ese exceso normativo inspirado, seguramente, en un paternalismo inaceptable o, a lo peor, en una conculcación de las libertades más domésticas, para proclamar que aquí, en Jerez, "somos lo que bebemos"
.
La tozuda realidad refrenda que no es posible elaborar una mala radiografía del jerezano sin condicionar sus conductas a la clarividencia beoda, o a la procacidad después de algún vaso, o al achispamiento por inhalación, o a las derivaciones no etéreas de un territorio eminentemente vinatero, porque en estas influencias vínicas se encuentra, sin lugar a dudas, la única razón que nos sella y diferencia.
Así que casi todos los jerezanos, ya sean nativos o adoptivos, podrían sentirse aludidos con desigual concisión por las caricaturas de este libro, y yo el primero. Reconozco, a veces con algún sonrojo, que siempre me ha apasionado ese Jerez diverso, la singularidad de sus liturgias, sus luces y aromas, los lutos y las juergas, sus sesgos sociales, la gente a secas, los señores y los señoritos, los que van a pie y los que van a caballo, la naturaleza de sus excentricidades y manías, sus rancios orgullos, sus desmanes y tradiciones,… un entremezclado y nada unánime cajón de virtudes y defectos. Bien distinto es que legitime todos esos atributos. A mi juicio, ni podemos obviar que los vicios heredados han sido y son el panorama indiscutible y frecuente de nuestras vidas, como tampoco podemos negar que su superación significa el principal estímulo vital del jerezano.





 IUNIPERUS 





Se iniciara el asunto que me lleva en la calle La Pedrosa, el cuatro para más señas, una trocha de fango que corría si no volaba por la vera de la muralla del Barrio de los Muertos. Era un muy atinado nombre el aludido para aqueste arrabal infesto pues, apenas se soterraba un tanto, aparecían cráneos y osamentas con orondos gusanos que nadaban por charcos y cienos y tripulados por ratones de mucho arrojo. Algunas osamentas llevaban atavío de trapos que fueran capas y sombreros, otras hacían lucimiento de anchas sonrisas, pero las más eran apenas huesos y ralos cabellos. La plebe menuda, por la falta de otros recreos, se hacían chusmas con la felona costumbre de armarse con aquestos huesos, hacer de barbas los difuntos cabellos y se solazaban luchando con costillares de escudo y peronés de florete.
Había una casa en la dicha calle La Pedrosa con magnas mugres y hedores que fuera reconocida en la vecindad por el nada escueto sobrenombre de "la casa habida en la calle La Pedrosa, cuatro para más señas, que aún sin número puede bien reconocerse por las hediondas vaharadas infestas que afloran de su interno". Asumido tan luengo título, nadie en el Barrio de los Muertos osaba mencionarla.
En sus adentros habitaba Iuniperus, monaguillo antes que fraile, que fuera expulsado de la Orden de los Hermanos Acónitos Praetenses a sazón de sus concupiscentes hábitos y, también, de sus porfiados anhelos por las blancas posaderas del amador del Cardenal, don Justino Berenguelo. Por aqueste desdoro, prometió Iuniperus eludir el aseo, la indumentaria y el acicalo hasta que fuera resarcido por tamaña tropelía. Hacía ya de aquesto varios lustros y de tal desdoro permanecía Iuniperus.
La casa ampliamente denominada, la morada por Iuniperus, era harto simple; planta baja y una para lo que fuera de menester y un negro sótano al que se bajaba por escalera sin barandas ni asas, de alternantes peldaños y fuente de mil quebrantos. Allí justo naciera este relato, porque se hicieron cienes de miles los ratones que se asotanaran y, haciendo pecados sin tregua, sumaron y multiplicaron conllevados hasta que, de no caber, escaparan por las llagas de los muros haciendo nutrida banda de trasnoche por el barrio y el resto del castillo.






 DENTRO DEL LABERINTO (Grupo Correo 1995) 


Desperté cuando las primeras luces de la mañana comenzaban a entremeterse entre los resquicios de la averiada contraventana, luces grises e indeterminadas que se escondían tras la mesa y las sillas, que asomaban tímidamente del ropero entreabierto, que reptaban entre los pliegues de las sábanas, inundando el dormitorio de resplandores irreales y lúgubres, del alba turbio y brumoso del desangelado otoño. Permanecí durante unos instantes reanimando los sentidos, uno a uno, como afinándolos tras el desuso nocturno, y sentí la almohada humedecida por una transpiración inusual y la cama absolutamente desbaratada bajo mi cuerpo, la atmósfera cargada de un hedor vago y húmedo flotando por los rincones, la boca inundada de una sustancia amarga y áspera que no disipaba con la saliva, la mirada empañada por una máscara legañosa que alteraba los contornos con mil estelas blanquecinas, y un desafinado concierto de rumores lejanos, de ecos imprecisos, que llegaban a mis somnolientos oídos como las notas deslavazadas de un piano, como el susurro de una extraña melodía.
Me incorporé violentamente, catapultado por un resorte invisible, intentando desprenderme enérgicamente de aquella sensación de vértigo, opresión y angustia que vagaba por mi interior como una diminuta bola de fuego, como una materia ácida y espinosa que desgarraba a su paso los angostos pasadizos de mi cuerpo, y detecté una presencia extraña en las cercanías, la íntima certeza de que alguna secreta forma de intrusión se escondía por los rincones de aquella exigua estancia, pero el dormitorio estaba vacío, más vacío que nunca, y mi enorme perro dormitaba plácidamente junto a la puerta entre hondos suspiros aunque con un sueño tan liviano que se interrumpía por cualquier ínfimo estrépito de la noche. Pero allí había alguien sin duda, en algún lugar invisible, tras los resplandores grises, alguien que sólo una limitada franja de la consciencia podía detectar, con una respiración bronca y profunda que rebotaba en las paredes, una presencia imposible que me acosaba y aterraba, unos lamentos que venían de ninguna parte y que pronto fueron silenciados por los atronadores latidos de mi corazón.
Tuve entonces una extraña sensación de celeridad, que todo lo que antes se movía pacientemente se transformaba en vertiginoso y atropellado, los sones de aquel piano lejano golpeando imparablemente mis oídos, un uno-dos-tres enfermizo que mi pensamiento repetía rutinariamente, el hedor aún más fuerte y nauseabundo aferrándose a mi garganta, los ondulados resplandores grises de la mañana que abandonaban su paciente monotonía para convertirse en rizados fulgores centelleantes, y me sentí profundamente agotado, con un cansancio que no sólo me impedía el movimiento sino que me invitaba a la rendición con una dulzura imposible de rechazar, hasta que mi cuerpo cayó de espaldas y mi mirada se enturbió, y mis brazos resbalaron hacia el suelo como las ramas muertas de un árbol. Pensé que había llegado la muerte, que aquella confusión de espasmos preludiaban la última agonía, porque siempre había sospechado que moriría de una forma ordinaria y absurda, solo y encerrado en los oscuros pasillos de mi mundo, sin grandilocuencias ni misticismos, de una enfermedad vulgar e irreparable, observando con muecas de solemne y resignada estupidez la tenue derrota de la vida, con mi perro arrebujado como una forma ilegible a los pies de la cama, y recordé cuánto había deseado la muerte en los últimos días, a cada instante, con una impaciencia rotunda, y en aquel momento tuve la certeza de que la mejor forma de alcanzar una muerte voluntaria era simplemente desearla con fuerza, y me arrepentí de ello cuando ya era demasiado tarde, porque había entrado de nuevo en el laberinto.




 ARDEVIEJAS (Paréntesis 2010) 



Mario Ardeviejas abandonó la habitación de doña Lola con veinte años menos, un par de palmos más de altura, la sonrisa de un mastín y la frescura de la alborada, una euforia que le hizo ver aquel valle más espléndido, y las montañas más altas y verdes, y la gente menos cerril, y el papel del cura más necesario.
De vuelta a casa, se cruzó con el alcalde que, sumido en el alboroto callejero, ultimaba los preparativos de las celebraciones. Ardeviejas no pudo sino abrazarlo alborozado y aprovechar el estado de irreflexión para presentarse en forma.
-Mario Ardeviejas se presenta a la autoridad para servirle en cuanto sea de menester, que no es obligado pero sí muestra de consideración. Mi felicitación por sus inminentes nupcias, que se lleva una joya, que jamás vi mujer de lozanía más discreta, ejemplo de pasión y decoro, compendio de gracilidad y holgura, mimo y tolerancia que su casa es la de todos, avidez recatada que lo íntimo es sólo del alma, presta y dispuesta que es difícil pero recomendable, hábil intérprete de dichosas sinfonías que templa diestramente con las notas de la aplicación. Por lo demás, que usted la disfrute y la guarde con cuidado, que en este mundo hay tantos hijoputas sueltos como cornudos.









No hay comentarios: