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16/9/08

EXILIO

He conocido a alguien, en un bar, un hombrecillo que llevaba agarrado a una botella de vino barato desde las ocho de la mañana. Si bien la borrachera era estimable, no había desbaratado lo suficiente cierta clarividencia y la impecable construcción de razonamientos.
Me dice que va a renunciar a la nacionalidad española, lo que es sin duda un comienzo interesante, que ama su bandera pero, también, que ésta representa mucho más que una tela de colores amarrado a un palo.
Le meto un poco los dedos y sigue.
Me cuenta que siempre ha pagado religiosamente sus impuestos, que ha sido un fiel cumplidor de la ley, que es un hombre intachable –asuntos todos que luego he podido corroborar-, pero que lo de la nacionalidad es una especie de contrato, yo doy y España me da.
Pero a cambio de su rectitud, de su amor, de su profundo respeto, sólo recibe patadas y algún escupitajo en el ojo. Luego me cuenta sus circunstancias y le comprendo absolutamente.
Me dice que está en el frío paro, siendo un trabajador competente donde los haya, entregado, mañoso y nada conflictivo. Que ha malvendido la casa de sus ahorros y vive en un agujero; no podía pagar el descarado subidón de las hipotecas. Que es muy cuidadoso en el uso de los servicios públicos y que, sin embargo, una vez que tuvo que llevar a su hija al médico, poco más y la matan. Que sus dos hijas estudian en dos colegios distintos, cada uno en una punta de Jerez, y que ha rogado y protestado y nada, sólo desprecio de funcionario apesebrado y fotogénico.
Así, por espacio de media hora, ha ido contándome verdades como puños y que claman al cielo. El ejemplo de un hombre feliz que ha sido amargado por quienes le administran, por los que, presuntamente, cobran un pico por solucionar sus problemas.
Acaba diciéndome que va a pedir la nacionalidad de Ruanda Burundi, que no te dan nada porque nada tienen, pero que, al menos, no joden.

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